El portal del Ángel

Miré el paquete que yacía en el asiento del acompañante. Leí por enésima vez la dirección donde debía entregarlo: Carrer Ample 2. Era el último del día y también había decidido que sería el último de mi brevísima carrera de mensajero. «Debut y despedida», pensé. Aquello de repartidor del Black Friday no era para mí.

No tenía ni idea de cómo llegar a esa dirección, pero al ver el pueblo desde la carretera comarcal, me tranquilicé. Estaba encasquetado en la falda de un cerro y me pareció tan pequeño como para encontrar cualquier destino sin dificultad. Además, ya había descubierto que en sitios así la gentileza es inversamente proporcional al número de habitantes y siempre podía recurrir a algún vecino.

Eran las seis de la tarde, pero la noche se venía al galope arropada por una niebla un tanto inquietante.

Con cierta dificultad vi el cartel que ponía Església – Ajuntament con dos flechas, una hacia arriba, la otra a la derecha. Pensé que por más que la Iglesia nos ofreciera el Cielo, lo de ir directo era algo difícil, así que seguí a la derecha. Me topé con una plaza que no tenía salida. Metí la marcha de retroceso y a unos veinte metros encontré una arcada antiquísima. El cartel de madera rezaba «Portal de l’Àngel».

Miré por el retrovisor. Todo era niebla y oscuridad. La calle era tan empinada que debí hacer unas cuantas maniobras para embocar el morro de la furgoneta. Cuando lo logré me di cuenta que el coche apenas cabía en el callejón. Las aceras eran tan estrechas que los espejos laterales casi rozaban las paredes de piedra. Los muros tenían aspecto de ser extremadamente gruesos y sólo estaban interrumpidas cada tanto por puertas demasiado angostas o excesivamente bajas. «No parecen estar habitadas por personas de estatura normal», pensé.

Tampoco era normal que no hubiese una sola bifurcación decente por la que se pudiera girar. Las dos o tres que encontré estaban a noventa grados respecto a mi posición. ¡Imposible girar sin rascar los laterales del coche! Para colmo de males las callejuelas a las que daban eran todavía más angostas y por allí lo máximo que podía circular era un hombre a caballo. El continuar recto, otra cosa no podía hacer, no ofreció ninguna salida razonable.

Al final del recorrido encontré un zigzag y una bajada tan pronunciada como para temer que el coche se despeñara por ella. Intenté apearme para evaluar la situación, pero las puertas estaban encorsetadas entre los muros. Imposible bajar para ver que había delante. Analicé la situación: retroceder era demencial y seguir podría ser catastrófico si la calle acababa, por ejemplo, en una casa o en una escalera. Puse las manos sudadas en el volante y tiré de él mientras bajábamos un poco rodando y otro deslizando.

Llegamos a otra plaza muy pequeña de la que partían tres corredores a cuál más estrecho y sinuoso. Abrí la puerta e intenté descender del coche, pero mi pie izquierdo no encontró firme donde apoyarse y debí hacer un gran esfuerzo para no caer. El coche había quedado a escasos diez centímetros de un hueco por el que se descendía a través de escaleras de piedra a vaya saber dónde.

Ya era noche cerrada, la luz del alumbrado se difuminaba entre aquella niebla espesa. Grité «¡Hola! ¿Hay alguien ahí?» y solo escuché el eco de mi voz rebotar entre las paredes de las casas. Allí no había un alma a quién preguntarle la manera de salir.

Hasta aquí he grabado lo que sucedió con la grabadora de voz del móvil. Aquí no hay cobertura y puede que no regrese a casa esta noche… ¡Familia os quiero!

Voy a bajar los cristales que se han empañado y a cerrar los espejos laterales. He decidido seguir por el callejón de la derecha. Es el que parece más ancho… No he recorrido más de cincuenta metros y me he quedado sin espejos. Voy rozando la chapa de la furgoneta contra los muros de piedra.

Ahora me he quedado varado. No puedo avanzar más De las puertas estrechísimas y los portones excesivamente bajos han comenzado a salir personajes extraños. Los hombres visten harapos: pantalones a media pierna, chalecos de piel mugrienta y gorros con coleta de conejo. Las mujeres son casi enanas y gordas.  Llevan enormes enaguas debajo de las cuales no deben usar ropa interior ya que acabo de ver a una que a la luz de los faros ha hecho sus necesidades en plena calle y apenas agachándose.

Ahora, como si acabaran de descubrir mi presencia, se arremolinan frente a mí. Son tan feos que su visión corta la respiración y huelen a suciedad revenida que entra al coche, aunque haya vuelto a subir los cristales.

El que parece ser el cabecilla se acerca a la luna delantera y gruñe con la boca abierta. Le quedan dos o tres dientes amarillos y tiene la lengua verde. Por la derecha aparece otro que lleva una maza de piedra con la que comienza a golpear la carrocería; el ruido parece ser una señal para que todos se lancen encima del coche… veo manos regordetas que hacen rechinar las hoces que empuñan contra los cristales y escucho el tronar de los garrotes que machacan el techo… y al frente, entre las manos aceitosas y los pubis desnudos que resbalan por la chapa encerada, veo iluminado por el único foco que queda sano, a un monje encapuchado que se apoya en una pértiga. Aterrorizado elevo la vista hacia el extremo del palo y me parece advertir en la penumbra, entre la niebla, la silueta de un ser humano, clavado en la pértiga y casi convertido en esqueleto.

2 comentarios sobre “El portal del Ángel

  1. Un relato inquietante que no deja indiferente. La estupenda narración, hace que puedas visualizar la escena con claridad.

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