Entre lo sagrado y lo absurdo: los ritos del capitalismo y una angustia palpitante

Sentado a orillas del río Eurotas, el joven siente el peso de los años de dura disciplina marcados en su cuerpo como cicatrices invisibles. Un hormigueo le recorre la piel, no solo por el aire frío que acaricia su torso desnudo, sino por la inminente llegada de la última prueba. Desde los siete años, ha sido moldeado por la severidad espartana, donde el hambre se convirtió en su maestra disciplinadora, el dolor en compañero y la obediencia en un destino.

Ahora, la agogé llega a su punto culminante. Deberá enfrentarse solo a la naturaleza, a sus propios miedos y a la ley implacable de los hombres. No sabe si volverá con el trofeo de la caza y la mirada endurecida por la victoria, o si su nombre se perderá en el viento, como tantos otros que no resistieron. Pero en este instante, con el agua del Eurotas reflejando el fulgor de la luna, su destino es aún una incógnita. La batalla más grande será, inevitablemente, contra sí mismo: como pasante del rito.

Los ritos de iniciación —esos actos simbólicos que se entraman en las arquitecturas culturales— han sido exhaustivamente estudiados por distintas disciplinas. En su esencia, representan experiencias que transforman la naturaleza del sujeto: Marcan el tránsito de un estado a otro, imprimen sentido a los deseos y forjan una identidad. Son procesos de inscripción simbólica que, como explicó Jacques Lacan, constituyen “una realización de ser en el sujeto”.

Desde las sociedades más antiguas, los ritos han acompañado los pilares del orden social, delimitando momentos clave de tránsito, pertenencia y transformación. Claude Lévi-Strauss destacó cómo los mitos y rituales no son simples expresiones culturales, sino estructuras esenciales que ordenan el caos de la existencia y dan cohesión a una comunidad.

Basta un recorrido somero por la historia humana para encontrar rituales de toda índole: desde los antiguos trances chamánicos —donde la danza y el fuego conectaban al hombre con lo divino— hasta las ceremonias deportivas contemporáneas, que más allá de la competencia, escenifican valores colectivos, narrativas de superación y formas de pertenencia. El rito es siempre una suspensión del tiempo ordinario: un umbral. Independientemente de la geografía o época, el rito se presenta como una marca significante: Se ofrece —no por azar— algo privilegiado.

Las tribus han sido reemplazadas por comunidades virtuales, multiformes y, en muchos casos, alucinadas por el influjo de las redes sociales. En este nuevo escenario, los pasantes ya no encarnan la asunción simbólica de un rol, sino que buscan desesperadamente protegerse de la anomia social. Esta búsqueda, sin embargo, muchas veces deviene fingida, banal o incluso delictiva, sin llegar a constituir una identidad que los inmunice frente al desarraigo contemporáneo.

Pensar el rito como componente de la experiencia humana resulta fundamental. Desde la pubertad hasta la adultez, e incluso en la muerte, los ritos ofrecen contención ante los embates del cambio y la finitud. Uno de los ejemplos más universales es el rito funerario, que refleja la relación de cada cultura con la muerte. Desde rituales religiosos y ceremonias cívicas, hasta prácticas espirituales o monumentos conmemorativos, la muerte ha reclamado siempre su rito. El funeral no trata solo del cuerpo que se va, sino de los vivos: La necesidad de otorgar orden a la pérdida, de encontrar continuidad en el vacío.

La posmodernidad también ha dejado su huella en los ritos. Un claro ejemplo de esta mutación es el merchandising: un modo de identificarse ritualmente mediante el cuerpo del héroe deportivo, del influencer popular, la marca admirada, o de cualquier figura pública que condense rasgos deseados. El sujeto renuncia a sí mismo para ser “poseído” por una imagen idealizada poniéndolo sobre su propio cuerpo. Así, lo que antes regulaba la ansiedad frente a lo desconocido, se convierte en una incorporación imaginaria del otro, un intento fallido de apropiación simbólica.

Hoy, en una sociedad sobreexpuesta al ruido digital y a las lógicas de la pertenencia, el signo de poseer mercancía valiosa ha reemplazado el objetivo de la producción propia. Así, el consumo se convierte en un nuevo rito: Una forma de inclusión en la “comunidad de los visibles”. El deseo ya no se articula con la falta, se engaña con el exceso, con la ilusión de completud que emana el imaginario colectivo del mercado. El resultado es un impulso de consumo que, por definición, fracasa: La satisfacción prometida nunca llega, y sólo genera frustración.

Este recorrido no pretende agotar la complejidad del rito, sino invitar al lector a interrogar su destino en un mundo regido por la voracidad tecnológica y una globalización digital que manufactura ritos efímeros y vacíos, despojados de trascendencia. Son respuestas imaginarias, inmediatas, con una única garantía resultante: La angustia.

La crisis del rito —agudizada por el capitalismo de plataformas— se manifiesta en una nueva escena simbólica dominada por pantallas y promesas ilusorias. Y sus consecuencias no son inocuas. La necesidad desbordada da lugar a prácticas peligrosas ante una imagen sin faltas. En esa expansión virtual se entrelazan la confusión pulsional y el vacío existencial que muchos adolescentes experimentan hoy.

Un joven jugándose la vida realizando subway surfing.

Fenómenos como el subway surfing —donde jóvenes en Nueva York se trepan a los techos de los vagones en movimiento— parecen suplir, peligrosamente, la falta de ritos significativos. ¿Se trata, acaso, de una forma de enfrentar la muerte para sentir que hay algo en juego? Esta práctica, que ha cobrado múltiples vidas en los últimos años, ilustra cómo el deseo de trascendencia, cuando no es articulado simbólicamente, se convierte en un acto de riesgo extremo. Lo mismo ocurre con los llamados “juegos de asfixia”, intentos desesperados por hacer presente un cuerpo que busca tramitar sensaciones intensas desligadas de palabras.

La crisis de los ritos se refleja, en última instancia, en conductas autodestructivas que delatan una pérdida de referentes. Allí donde el deseo no puede inscribirse, emerge la compulsión al acto. El sujeto, como enseñó Jacques Lacan, aliena su deseo en un signo, una promesa, una anticipación, algo que conlleva como tal una pérdida posible. Es así, que el deseo se ve ligado a la dialéctica de una falta.


Referencias bibliográficaS

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