La verdadera historia de la conquista de la Patagonia

«… una vez realizada la gloriosa batida en la llanura, acampadas en triunfo nuestras tropas sobre la margen del río Negro, sin enemigos a retaguardia, aquellos campos se verán libres de salvajes, y las estancias argentinas y de ingleses, que se acercan a Choele Choel, prosperarán tranquilas y seguras, sirviendo de base a nuestros centros de población y trabajo».

Estanislao ZeballosLa Conquista de quince mil leguas.

La disputa por el territorio en la Patagonia se caracteriza por un patrón de ocupación y utilización de los recursos naturales. Esta “expropiación” de la tierra se materializó a través de diversas etapas de luchas y disputas con características diferentes, pero que lejos de haberse terminado, llegan hasta el presente. El Estado argentino, en nombre de la “civilización”, ha utilizado diferentes estrategias para acorralar a los pueblos originarios.

La ley 947 de 1878, llamada la “ley de Empréstito”, permitió al Estado argentino endeudarse para financiar las campañas militares, otorgando títulos públicos al capital privado, para finalmente devolver lo adelantado por medio de la cesión de las tierras conquistadas. El proceso de apropiación privada de los recursos y el territorio se puso en marcha, terminando con la tradicional forma comunal que tenían los pueblos originarios en relación al territorio. De esta manera se extendió la frontera de Argentina y el país ingresó al modelo de producción capitalista. “El agente de ocupación, si lo hubo, fue el ganado, y no el hombre”. El latifundio fue el amo y señor del patrón de asentamiento, apropiación y uso del territorio de la Patagonia.

A partir de la “Campaña del Desierto” de 1879, el patrón de ocupación y utilización del territorio está orientado hacia el beneficio y lucro privado a partir de la explotación de los recursos naturales. Se consolidó un nuevo bloque de poder en la Argentina. Su núcleo estaba en Buenos Aires, pero era parte de una nueva articulación a escala mundial, estrechamente ligada a la Revolución Industrial.

Desde los inicios del siglo XX, la ganadería extensiva en grandes extensiones primero, y la extracción de hidrocarburos después, son dos de los rubros clásicos del modo de ocupación y explotación de las tierras patagónicas. A medida que comenzaban a aumentar las necesidades exportadoras, fue necesaria una ampliación de los territorios dedicados a la ganadería. De esta manera, en la segunda mitad del siglo XIX al aumentar el mercado internacional la demanda de materias primas y alimentos, Argentina se insertó más decididamente en él, lo cual llevó a una ampliación de sus fronteras. En nombre de la “civilización” y “progreso”, se escondía el verdadero objetivo de ocupar y “conquistar” nuevas tierras para dedicarlas a la producción.

En las últimas décadas del siglo XIX se consolidó el imaginario de que la Patagonia era un territorio lejano, deshabitado y yermo. No es que este imaginario fuera novedoso; desde mucho antes la idea del “desierto” y lo que estaba “más allá de la frontera” eran conceptos habituales tanto en el período colonial, como en los años posteriores a 1810. Lo distintivo a partir del período con eje en 1880 es que esta categoría de “desierto” no fue una simple calificación de lo desconocido, sino una estrategia. No se trataba de un desierto interpretado como tal desde la ignorancia, ni por los datos disponibles: fue una elaboración discursiva, fundamentada en la necesidad de dar un sentido específico al territorio patagónico, a partir de los intereses del bloque dominante consolidado en Buenos Aires.

Este rol planteaba una nueva exigencia: expandir las fronteras. La producción primaria que requerían los mercados externos, en el marco de las provincias históricas, era demasiado limitada. Había una única alternativa: avanzar con ese fin hacia los territorios patagónicos. Pero el cumplimiento de esa empresa no era, por cierto, un proyecto sencillo, porque se trataba de la ocupación militar, la subordinación violenta o la expulsión de las poblaciones originarias, y finalmente la ejecución de un marco legal que permitiera repartir las tierras a los actores sociales funcionales al nuevo modelo económico mundial. A partir de esa necesidad se desarrolló la elaboración y la puesta en práctica de una operación discursiva, cuyo eje era el avance civilizador.

Toda guerra de invasión necesita que el invasor construya, previamente, su enemigo, de modo que cualquier acción se legitimara por la esencia inhumana del adversario. En el caso de la Patagonia, la invasión se legitimó construyendo un adversario que, fundamentalmente, no eran las personas, sino el espacio que lo habitaban: el desierto. Se trataba de conquistar ese desierto y, en tanto aliados del mismo, hacer algo con los grupos humanos que allí se encontraban. La “Campaña del Desierto” fue entonces la planificada creación de un enemigo, categorizado como “el desierto” por lo deshabitado, pero, paradójicamente, representado en los habitantes de ese desierto: los pueblos originarios.

Como saldo de la «Campaña del Desierto», miles de indígenas fueron asesinados, y miles fueron reducidos a la esclavitud, sin mencionar las enfermedades contraídas por el contacto con los blancos, que acentuaron la mortalidad de los indígenas sobrevivientes. Caminatas forzosas por más de mil kilómetros trasladando a los prisioneros, matanza de niños y mujeres, emplazamiento de campos de concentración alambrados, son sólo algunas de las atrocidades cometidas por el Estado argentino. Fue uno de los genocidios más atroces de la historia de América Latina.

Los gentilicios designan una cartografía simbólica determinada por el Estado, una topografía de la nación que introduce y actualiza, en diferentes contextos, una tensión histórica: la que se da entre la ciudadanía nacional y la regional. Así como la Patagonia ingresa tardíamente a la cartografía política del país como parte de su territorio nacional, sus habitantes también acceden tardíamente a sus derechos de ciudadanía y carecen de derechos políticos plenos hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando se produce la provincialización de los territorios, comienzan a sancionarse las respectivas constituciones y, en 1958, se realizan las primeras elecciones directas para gobernador.

Habitantes de la nación, convertidos tardíamente en ciudadanos, los patagónicos constituyen su identidad, como devenir, en el marco de un diseño de los espacios territoriales e imaginarios hegemonizado por autoridades políticas y discursivas históricamente centralistas, que esbozan las cartografías simbólicas, sus formas y fronteras imaginarias, desde una geometrización de los espacios ligada al poder del Estado y a sus políticas de estiramiento territorial y de captura de flujos de todo tipo.

El carácter transnacional del sur argentino y chileno puede constatarse, entre otros hechos, por las semejanzas en la cronología histórica y política fundante en la incorporación del territorio a los respectivos proyectos nacionales. Tal como señala con contundencia el escritor Julio Leite, “la colonización en la Patagonia no es centralmente española; la colonización del sur, de uno y otro lado de la frontera, fue la crueldad. Mientras que Julio Argentino Roca realizaba la Conquista del Desierto en Argentina, Cornelio Saavedra “pacificaba” la Araucanía en Chile”.

Efectivamente, las llamadas Campaña del Desierto y Pacificación de la Araucanía fueron las dos campañas militares paralelas que le permitieron a los Estados argentino y chileno apropiarse violentamente del espacio patagónico. Ambas, más que acontecimientos independientes, son parte de una trama social ligada al programa expansivo de una élite que desea tanto construir la ley del Estado, sus nuevos espacios jurídicos y su cuerpo ciudadano. Tanto la preexistencia de numerosos pueblos indígenas en la Patagonia como su minimización, silenciamiento y negación son hechos compartidos por la historiografía del sur argentino y chileno que comparte como región, según Julio Leite, “una geografía similar, una historia en común, lazos sanguíneos que nos unen y los mismos olvidos”, esos que demuestran que la memoria es un espacio de lucha política.

De un modo complejo, el control territorial de la Patagonia se articula con otras lógicas e intereses sociales en el marco de un proyecto de construcción de una ciudadanía política pero también económica y cultural. Los pueblos preexistentes a los Estados nacionales fueron víctimas de un genocidio fundante, cuya violencia tuvo plurales efectos. Simbólicamente, sobresalen el silencio historiográfico y el discurso de la extinción que simplifica el proceso histórico de construcción del Estado nacional y colabora en la elusión de responsabilidades. Parte de ese discurso de silenciamiento y negación asocia los pueblos indígenas con el atraso, el exotismo, el anacronismo, la inferioridad y la desaparición.

Para David Viñas, autor del libro Indios, ejército y frontera, la Campaña del Desierto representa el “necesario cierre”, “el perfeccionamiento natural”, o la “ineludible culminación” de la conquista española en América. La campaña es en nuestro territorio la etapa superior de la llegada del hombre blanco a este continente, una suerte de completitud necesaria para sellar a fuego el proyecto liberal y terminar con ese Otro extraño, improductivo y no homogeneizado a las reglas del capital y del nuevo ordenamiento mundial que se tenía trazado para este confín del mundo.

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