Visito un desguace. Contemplo los materiales inorgánicos, producidos por el hombre, artificiales, por tanto, pero artísticos en cierta forma. Veo los cables, tubos y tornillos, elementos industriales como personajes que se comunican y crean vínculos con el espectador humano. Se me presentan como una posibilidad de replantear las relaciones, adentrándome en aspectos relativos a la convivencia del ser vivo con lo industrial y tecnológico.
En mi mente se configuran como ready-mades, objetos de uso común, industrial, a los que una mínima intervención humana, una descontextualización y recontextualización mental, convierten en obra de arte. Duchamp, ni más ni menos. La Gioconda pierde su valor artístico al ponerle bigotes y los objetos industriales lo ganan al descontextualizarlos, al sacarlos de su ambiente de uso y colocarlos en uno de inutilidad, poniéndolos en un pedestal, al exhibirlos como obra de arte, firmarlos, darles un título que esté en radical oposición con su aspecto (inconscientemente paso de Duchamp a Man Ray, el lector me perdonará), o imprimirlos en mi retina.
Pero tal vez estos organismos industriales no sean tanto entidades antihumanas, sino más bien una prolongación de lo humano, intrínsecamente ligada a él. Resulta fundamental entonces, más que entrar en un aparente desprecio hacia lo industrial, especialmente cuando entra en desuso y queda abandonado, aprender a asumirlo como algo propio. El ejercicio imaginativo que se me plantea es ciertamente excitante y perturbador. Es lo que la actriz chilena Valeria Radrigán, hablando de teatro performativo, expresa como confusión de la cultura ante lo otro. Me viene a la mente, por ejemplo, Innen, un grupo de cuatro artistas mujeres, fundado en 1992 en Hamburgo, que tienen varias intervenciones donde teorizan acerca de los medios industriales, y en sus performances aparecen todas iguales, con el mismo vestuario, el mismo peinado y el mismo maquillaje, produciendo una confusión de la identidad. En un sentido paralelo, la creación humana de una máquina dotada de atributos animados, de rasgos de personaje, produce la confusión de algo que se instaura en nuestra imaginación con vida propia, con identidad propia, ¿anti- humano? ¿Sobre-humano? ¿Más humano que humano? Algo que requiere una definición nueva.
El antropólogo Daniel Miller, no ve la cultura material que nos rodea como algo superficial. Por el contrario, asegura que casi todo lo que consideramos importante respecto de las personas que amamos, de la manera en que hacemos nuestro trabajo y de nuestra relación con la gente se desarrolla a través de las cosas, de los arte-factos.
La tecnología se ve afectada por la cultura de la misma forma que ésta también afecta y actúa sobre la forma en la que vivimos nuestra existencia.
La ciencia y la tecnología están cada vez más inmersas en los espacios determinantes de la cultura. Los territorios tecnológicos y los territorios culturales se relacionan y entremezclan cada vez más. La tecnología se ve afectada por la cultura de la misma forma que ésta también afecta y actúa sobre la forma en la que vivimos nuestra existencia. Una combinación de tecnologías logra cambiarlo todo socialmente, hasta el punto de que la era de la tecnología está dando lugar a una nueva revolución. Una de las preocupaciones filosóficas más importantes hoy en día surge de la vinculación de los aspectos complejos de la cultura occidental con los de la ciencia y las tecnologías contemporáneas. Y si bien, las preocupaciones de la filosofía de la tecnología ponen en la mesa cuestiones a un nivel abstracto y conceptual, también lo hacen en el campo material.
Más que robots, en mi imaginación, estos personajes serían un modo de cyborgs.
Donna Haraway, catedrática de Historia de la Conciencia en la Universidad de California, famosa porque sus ideas han desencadenado una explosión de debates en áreas tan diversas como la primatología, la filosofía o la biología evolucionista, escribió en 1985 The Cyborg Manifesto, aunque yo sólo conozco la versión que integró en el libro Simians, Cybors and Women. The Reinvention of Nature, de 1991. En el manifiesto, al menos en la versión de 1991, Haraway se replantea el concepto de cyborg (cybernetic organism), invento surgido de la carrera armamentista desarrollada durante la Guerra Fría, para convertirlo en una herramienta para la lucha feminista. No obstante, y más allá de las cuestiones de género, creo que su definición primigenia es muy acertada. El cyborg es un producto de la ciencia y la tecnología, un autómata con autonomía incorporada. Un cyborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción.
En su origen, lanzado en 1960 por Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline, el término cyborg define al hombre explorador espacial del futuro, auténtico humano mejorado y personalizado para permitirle sobrevivir en un entorno artificial. Es la figura metafórica de un nuevo mundo. Un mundo sin espesor, ni densidad, ni gravedad. Un mundo fantomático compuesto de ectoplasmas. Un mundo biotrónico de tecnología informática, electrónica, nanotécnica o lo que sea. Finalmente un mundo que ya no es verdadero sino que se vuelve cada vez más virtual.
Al fin y al cabo, nosotros mismos somos bits de información, complejos engranajes en un sistema arquitectural cuyos modos básicos de operación son también artefactos.
Jean Baudrillard dice que el universo, en su materialidad, es una ilusión, en el buen sentido de la palabra, algo que producimos mentalmente, algo de lo que no se puede tener la prueba. Incluso se podría ir más lejos y pensar que el mundo que conocemos sólo existe en cuanto a que lo aceptamos como teoría de pensamiento. Es decir, sólo existe la teoría de la relatividad desde que el mundo acepta que sea así, y no antes, reconfigurándose el universo en la medida en que lo pensamos. De este modo, los personajes de las fotos lo son en cuanto los pensamos como tales.
Aún concretando más, y a riesgo de inventarme el término, lo que vemos serían cyber-arte-factos. Por que se habla de cyborg cuando la unión hombre-máquina se realiza mediante objetos físicos que se implantan, o se usan, en el cuerpo y que permiten relacionarse en el mundo real, mientras que cyber hace referencia a dicha unión pero a nivel virtual, esto quiere decir que la máquina permite la interacción en un ciberespacio como lo es la imaginación. Estos amasijos de chatarra son una especie de OGM (Organismos genéticamente modificados; GMCs en inglés, genetically modified crops), es decir, artefactos cybernéticos, organismos alterados, modificados e intervenidos en nuestro pensamiento.
Del Golem de Gustav Meyrink al niño-robot demandante de afecto de Artificial Intelligence, pasando por el engendro del Dr. Frankenstein de Mary Shelley, Terminator o Rachel de Blade Runner, queda demostrado que los seres humanos hemos soñado con fabricar autómatas que se asemejen a los organismos vivos, incluso al punto de desarrollar un comportamiento inteligente análogo al nuestro y que se pueda confundir con lo vivo.
Estos cyber-arte-factos no conocieron el Jardín del Edén. No fueron hechos de barro. No son reverentes, a pesar de ser hijos del capitalismo y la industria. Los cyber-arte-factos son infieles a sus orígenes, por que ahora, en mi cabeza, son un engendro de la modernidad.
La era cyber es aquí y ahora. Y es esta era, la de los Franquenstein posmodernos, la que plantea la posibilidad de indagar novedosas subjetividades. Alan Turing (1912-1954), reconocido matemático, lógico y científico de la comunicación, considerado el padre de la ciencia de la computación y de la inteligencia artificial, ideó un procedimiento para corroborar la existencia de inteligencia en una máquina, conocida como la prueba o test de Turning y que aún está vigente en competencias como la del Loebner Prize, concurso anual sobre inteligencia artificial que, desde 1990 y siguiendo los estándares del test de Turing, premia a los chat bots (programas de computo designados para simular conversaciones inteligentes con uno o más humanos) que los jueces consideran más similares a los humanos. Estaría bien pasarme el test de Turing para ver si en mi mente, los cyber-arte-factos son, además de eso, inteligentes.
Las maquinas, los tubos, los tornillos, según como se miren, son también objetos bellos. Lo cual demuestra que la belleza no es ninguna característica permanente o independiente del ser considerado.
Al fin y al cabo, nosotros mismos somos bits de información, complejos engranajes en un sistema arquitectural cuyos modos básicos de operación son también artefactos. Reconocernos así nos permite ver en estas chatarras una imagen condensada de imaginación y realidad, en la que se materializa una tecnología que determina nuestras mentes y nuestras más amplias identidades, un canto al placer en la confusión de las fronteras, una realidad dentro de la tradición utópica de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin.
Pero no puedo dejar de advertir que hay algo más: la estética. Parece ser que la industria ha sostenido muchas veces y decididamente que la función cumplida por los productos es superior a la forma y poco importa la fealdad de los materiales usados. Sin embargo, las maquinas, los tubos, los tornillos, según como se miren, son también objetos bellos. Lo cual demuestra que la belleza no es ninguna característica permanente o independiente del ser considerado. Hago un ejercicio de percepción total, diferente a la percepción normal basada en captar elementos o rasgos importantes o necesarios del mundo, y la excitación surge con la experiencia de lo bello. Y bajo la influencia de la excitación dirijo toda mi conciencia hacia el objeto que la hizo surgir, delimitando el campo de la experiencia y centrando el interés en la cualidad percibida. Esto es experiencia estética.
Los cyber-arte-factos nos sobrevivirán, por que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin de ellos: Matrix, The Road, Hijos de los hombres, 2012, El día de mañana, Blade Runner… Quizás, en un futuro no muy lejano, existirá un mundo posthumano habitado por cyber-arte-factos amantes de las musas.